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Alma y cuerpo. La conversión psicosomática. Revista Esfinge (página 2)



Partes: 1, 2

 

Lo psicosomático es contundente, radical. Una
persona
arrasada por una emoción puede sufrir un infarto agudo
de miocardio y fallecer como consecuencia. Tal emoción la
ha matado. Otra persona, en cambio, siente
"como si" se muriera de miedo, de dolor, de pena, de tristeza o
de desesperanza, pudiendo responder su cuerpo a tal sentimiento
interior de descomposición con diarreas,
fiebre,
aceleración o desaceleración del latido cardiaco,
mitos,
náuseas, inapetencia, apatía, alteraciones
inmunológicas o dolores en la zona del cuerpo depositaria
de la idea y del afecto somatizado. Se trata de un proceso
conversivo.

Muchas veces en lo psicosomático no surge,
aparentemente, una relación clara o directa entre las
emociones, los
pensamientos y lo expresado por el cuerpo. En cambio aparece
hipertensión, hipertiroidismo y otras
alteraciones glandulares o úlceras sangrantes que
están muy lejos del complejo mundo de las emociones y sus
representaciones mentales; en principio, los profesionales de la
salud que recogen
tales casuísticas, hablan de modo general de "estilos de
vida predisponentes", "modos de carácter", "tipos de personalidad
culpabilizados", "castigarse a sí mismos", etc. Sin
embargo, en la somatización es más común
encontrar una respuesta directa y significativa: una
alteración menstrual puede hablar de miedo a la
maternidad, deseo de la misma, autocastigo por las relaciones
sexuales previas vividas con culpa, etc. Y un flemón
súbito de una mujer (con una
base infecciosa previa) puede responder al embarazo de
una hermana, como si contestara con su repentino síntoma,
que la potencia gestante
sólo es capaz de producir algo maligno.

Un autor dedicado a la teoría
de la
comunicación decía de modo humorístico,
pero no por ello sin dejar de transmitir una gran verdad, que la
diferencia entre lo psicosomático y lo conversivo "es un
problema de honradez". Y es que mientras algunos pueden sentirse
físicamente mal ante situaciones que "les enferman", otros
enferman de verdad; (lo cual es más auténtico,
aunque también más grave). Hay una gran diferencia
entre sentir que "la cabeza va a estallar" de angustia, de
cavilaciones o de preocupaciones, y sufrir realmente una
trombosis. Existe una gran distancia entre el dolor de cabeza que
paraliza y la trombosis que lo lleva eficazmente a cabo y a veces
sin vuelta atrás.

Sin embargo, lo conversivo no es menos "cierto" que lo
psicosomático. En ambas situaciones puede haber una
alteración orgánica, pero en lo conversivo no suele
producirse daño en
aparato o sistema
fisiológico alguno. Es ya clásica la referencia a
lo sucedido en un hospital de San Francisco durante el
último gran terremoto: muchos "paralíticos"
salieron corriendo, olvidando su silla de ruedas, cuando la tierra
comenzó a temblar. Anécdota o no, esto no
habría sido posible si hubiera existido un grave
daño neurológico en los protagonistas.

Algunos ejemplos sobre la relación entre los
procesos de la
psique y su acción
en el cuerpo:

— Una mujer joven, estudiante de matemáticas, se siente impotente ante las
situaciones de examen. Incluso sus sueños son gráficos en este sentido: en su mundo
onírico, un profesor
muestra el
tema a desarrollar ante una clase
expectante, y ella, con la hoja en blanco ante sí,
comienza a escribir, mas entonces nota cómo poco a poco su
lápiz se va reblandeciendo, se pone fláccido y se
le dobla como si fuera de goma. Haga los esfuerzos que haga, no
consigue ponerlo derecho y por lo tanto no puede trazar ni una
sola letra. Esta persona en las épocas de exámenes
sufre de náuseas y vómitos. En alguna
ocasión ha tenido que abandonar el aula con fuertes
arcadas. Podemos hacer una lectura
corporal de su síntoma y establecer una relación
clara de significado. Esta somatización es
conversiva.

— Otra persona siente durante mucho tiempo una
especie de nudo en la garganta, como si tuviera un cuerpo
extraño que le impidiera respirar bien, hablar y tragar
fluidamente. Un día en una sesión de psicoterapia,
evocando la muerte
reciente de un amigo suyo muy querido, recordó que su
síntoma apareció cuando recibió la noticia
del fallecimiento. Su voz, al hacer el relato, casi
parecía un lamento, pero no podía llorar.
Podríamos decir que tiene la pena atascada en la garganta,
como un elemento que no puede ser ni expresado ni
digerido.

— Una mujer, en una discusión con su
pareja, se propone decirle claramente y de una vez por todas el
malestar que siente, su sensación de agravio y su
sentimiento de desatención. Muy airada, alza la voz para
hacerse oír por su compañero pidiendo su turno de
réplica, mas cuando el silencio se hace y el otro la
escucha con expectación, ella no puede emitir ni una sola
palabra: se ha quedado completamente afónica (y no es mala
suerte a causa de un inoportuno resfriado). Este caso concreto
quizás pueda entenderse con una aclaración; esta
persona, consciente de colocarse habitualmente en sus relaciones
interpersonales en una posición de "victimismo", que
la hace encajar muchas intervenciones de los demás con un
silencio resignado, mientras se dedica a rumiar sus quejas,
decide esta vez enfrentar la situación y protestar
directamente, pero no puede. Algo en ella se resiste
todavía a abandonar viejas formas de comportamiento. Aún le queda un poco de
camino para completar el cambio. Este ejemplo, como el anterior,
también es un caso de somatización. Aquí la
persona aún no se ha concedido el derecho a la palabra y
siente que "no tiene voz".

— Otra persona, al cruzar un parque por la noche
camino de su casa, ve como se le acercan dos muchachos que
intentan agredirla. Su primera reacción es salir
corriendo, pero tiene dudas sobre si no será peor hacerlo.
El caso es que cuando ya es tarde para poner tierra por
medio y efectivamente los chicos navaja en mano demandan su
dinero, ella
no puede responder ni moverse. Tampoco tiene miedo, se ha quedado
paralizada y bloqueada.

Los ladrones la zarandean, pretenden golpearla para
apremiarla; uno de ellos llega a hacerle varios cortes
superficiales en la piel; pero en
vista de la situación impotente de su víctima, que
no parece sentir ni padecer, optan por despojarla tranquilamente
del bolso sin obtener resistencia
alguna. A continuación arrancan violentamente la cadena de
su cuello, continuando con el reloj de pulsera… y quizás
hubieran seguido con la ropa si un perro oportuno, al acercarse,
no les hubiera disuadido.

Mucho rato después, la víctima
todavía continúa clavada en el sitio como una
estatua. Quiere empezar a andar pero las piernas no le responden,
le duelen mucho los brazos y no puede articular las manos.
Tampoco puede explicar lo sucedido al amo del perro. Sólo
más tarde empieza a temblar, y tras una crisis de
llanto puede ser conducida a un Centro de Urgencia. Un par de
días después todavía siente rígidas
las rodillas y le cuesta caminar con soltura.

Éste no sería, estrictamente hablando, un
caso de somatización, ya que intervienen otros mecanismos
como la inhibición o la desvitalización como
posibles respuestas ante el peligro, sin embargo sirve como
ejemplo de que muchas veces no hace falta recurrir a las
clásicas casuísticas de las parálisis
motoras para explicar las interacciones somatopsíquicas. Y
es que muy a menudo el miedo o la angustia pueden "poner alas en
los pies" o dejarle a uno "completamente de piedra".

Ciertas manifestaciones defensivas de este tipo se ven
favorecidas por el medio ambiente
y suelen acompañarse de un buen grado de
dramatización. Están, por así decirlo,
"dedicadas a alguien". El siglo pasado, sobre todo en ciertas
clases
sociales de ámbito burgués, se
"permitía" (y hasta se esperaba) que una mujer se sintiera
tan abrumada por una determinada situación que decidiera
"privarse de los sentidos"
momentáneamente, y sufriera un fugaz desmayo (casi siempre
en público, y a ser posible, con un sofá a mano en
el cual dejarse caer precautoriamente, a falta de brazos
acogedores). Hay que agradecer a este tipo de reacciones el
desarrollo del
psicoanálisis, ya que merced a la atención de Freud
evolucionó todo el cuerpo doctrinario de esta disciplina.
Pero Mesonero Romanos, que no era precisamente psiquiatra ni
psicólogo, pero sí un sagaz observador, describe
magistralmente, rebosando ironía, en una serie de
artículos costumbristas sobre el Madrid
decimonónico, cómo presenció las
dramáticas penas de ciertas viudas jóvenes que
lloran desconsoladas la pérdida de sus maridos y se
desmayan suavemente con gestos llenos de encanto ante la corte de
amigos que pretenden acompañarlas en tan doloroso trance
(en su descargo hay que añadir que para el común de
las mortales de aquella época su ámbito social no
permitía otras libertades más directas).

Con el tiempo han evolucionado estos métodos y
ahora suelen ser menos dramáticos; una moderna ejecutiva
de una gran empresa
posiblemente se conforme con una ostentosa jaqueca que todos
encontrarán razonable, dados sus múltiples
"quebraderos de cabeza", y puede que padezca trastornos
ginecológicos que constituyen una llamada de
atención silenciosa hacia su olvidada femineidad.
Aún hoy en día podemos recordar algunos grandes
recitales de las estrellas de la canción dedicados al
ámbito preferentemente juvenil, y cómo durante los
mismos algunas adolescentes
lloran, y se "desmayan" sin poder resistir
una emoción tan intensa. Esto mismo, con variantes y
matices, puede observarse en algunas situaciones grupales donde
la energía emocional puesta en juego es muy
elevada.

La simbolización de un conflicto
puede expresarse corporalmente, así como también
podemos responder con el cuerpo ante identificaciones con
nuestros semejantes: un joven de diecinueve años sufre
continuas taquicardias y los médicos descartan cualquier
afección cardiaca. Es a través de la psicoterapia
como se encuentra que su padecimiento comenzó con la
muerte de su
padre, repentina y en su presencia, debida a un fallo del
corazón. Otra joven, por su parte,
empezó a tener dolores en el pecho a raíz del
encuentro con una amiga suya diagnosticada de cáncer de
mama.

La aceleración de los latidos cardiacos de base
psicógena es una alteración muy común; puede
surgir, como en el ejemplo citado, como una respuesta de miedo
basada en una identificación, pero más
comúnmente forma parte de toda una constelación
psicofisiológica de alerta con que una persona se prepara
y responde ante un peligro objetivo o
subjetivo. La alarma puede dispararse ante una idea, la
anticipación o la presencia de una situación, un
objeto o una persona que corresponda al encuentro con lo
temido.

En otros casos es el modo de vida el que constituye el
"peligro" que hace prepararse al sujeto con una serie de
modificaciones fisiológicas que rompen el equilibrio y
la armonía orgánica, provocando a su vez
alteraciones psicológicas que repercuten nuevamente en el
organismo. Es el ejemplo del tan divulgado "stress".
Aquí la persona enfrenta los distintos avatares de su
existencia como si estuviera en la selva rodeado de predadores o
como si fuera a la guerra. Ambas
situaciones, aunque sentidas radicalmente, pueden no ser
más que su trabajo
cotidiano, su vida familiar, el medio ambiente
urbano, su entorno emocional y social en general o una
interrelación de todos estos factores, pero el sujeto vive
tales circunstancias de forma tan amenazante que se prepara
orgánicamente para "vender cara su vida", con el resultado
de que a veces aparecen graves enfermedades o incluso la
muerte súbita, porque la existencia, vivida de modo
negativo, pudo con él.

En muchas ocasiones el estilo de vida
-que es insoportable para la persona- subyace bajo una queja
difusa, bajo el nombre de un malestar que se sitúa en el
cuerpo cuando no se sabe, no se quiere o no se puede "sentir en
otro sitio" (en el campo psíquico, en la conciencia).
Así, se busca una ayuda, a veces bajo la forma de una
píldora milagrosa, para aliviar un padecimiento que
está en otro lugar. Las consultas de médicos
generales están llenas de estos casos, como el de una
mujer, derivada de especialista en especialista, cuya presencia
es temida y evitada por la impotencia que suscita en el Centro de
Salud al que acude, porque no se sabe qué hacer con ella.
A veces consulta por jaquecas sin causa orgánica
localizada, otras, por dolores en las articulaciones
que no responden a una afección clara, o por supuestos
malestares, asimismo imprecisos, tal vez gástricos
(punzadas, dolores, acidez), tal vez ginecológicos ("un
dolorcillo" que va y que viene) hasta que al final algún
especialista fatigado echa mano del socorrido rótulo del
"síndrome del ama de casa" y la envía a un
psiquiatra donde, tras una breve escucha, la despachan
prontamente con ansiolíticos y antidepresivos suficientes
para una buena temporada.

Efectivamente, el problema está en el alma de esta
mujer, pero un psicofármaco es un alivio fugaz que, si
bien consuela, no elimina la raíz del asunto. En este
caso, la consultante ha visto cómo sus hijos, uno tras
otro, han ido abandonando el hogar; y ella, que durante
más de veinte años (tiene 45) vivió a su
servicio, no
sabe qué hacer ahora con el tiempo, que se le hace largo,
muy largo. No sabe qué hacer consigo misma y con su vida.
Siempre fue para otros, nunca tuvo mundo propio y no sabe volver
para sí. No sabe buscar un nuevo sentido y retomar las
riendas de su existencia. Sólo sabe que se siente mal, y
por eso busca ayuda desesperadamente.

Los psicosomáticos son en general padecimientos
indefinidos, que están lejos de la palabra y del
símbolo, y que pueden afectar a la piel (eccemas y
psoriasis), al sistema endocrinológico, con diferentes
alteraciones hormonales (hiper o hipotiroidismo), a los
órganos o a sus funciones
(problemas
respiratorios, renales, circulatorios, gastrointestinales), y a
los procesos inmunológicos.

Muchas veces, si somos capaces de seguir el camino de
nuestra dolencia o enfermedad, también podemos entender la
"enfermedad como un camino". Un camino hacia nuestro crecimiento
y hacia una mayor conciencia. En ello estamos
trabajando.



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